Fatima Lomelin Carrillo
Existen dos arquetipos de personas que habitan la casa una vez construida: la familia y las trabajadoras del hogar. Para lo primero, se diseñan grandes habitaciones, iluminadas, salubres y estéticas; para lo segundo, un cuarto mínimo, escondido y colocado en el sitio menos posiblemente visible. Parece que este segundo cuarto, además, elimina todas las reglas arquitectónicas y existe como un espacio que sucede arbitrariamente en el vacío sobrante.
La arquitectura no-netura y la distribución de espacios (siempre ontológica-política) encierran a la trabajadora del hogar a una habitación aislada y subsumida a las mismas necesidades de la casa: “En la gran mayoría de los proyectos los cuartos de servicio están localizados de tal forma que habilitan la posibilidad de que las empleadas de servicio interactúen con todos los espacios de la casa, pero siempre existe la posibilidad de que en cualquier momento y a la menor provocación se vuelvan invisibles. Además de las recámaras de servicio, existen pasillos y escaleras secretas por donde aparecen a trabajar y desaparecen de nuevo. Cuando no son necesarias, entran a este otro mundo dentro de la misma casa, que en ocasiones comparten con lavadoras, bodegas, máquinas caminadoras descompuestas, el patio del perro o la basura de la casa” (Ortiz Struck, 2012).
Esto quiere decir que, si la arquitectura encierra colonialmente a las trabajadoras del hogar, su existencia –siempre y cuando se encuentre en la casa (o bien, una existencia “de planta”)– se cierra (no se abre a) todo lo que esté fuera del cuidado familiar. A estas mujeres no se les permite hacer vida más allá de esas cuatro paredes. Ese cuarto no es suyo, no lo habitan, es sólo un espacio de reposo necesario para seguir trabajando. Por tanto, su existencia encerrada y cerrada tampoco les pertenece a sí mismas: “[las trabajadoras del hogar] no tienen derecho a decidir cuándo entran o salen de sus áreas laborales durante una semana (normalmente tienen que solicitar un permiso para salir); no tienen horario fijo ya que trabajan las horas que la familia necesita; no tienen permitido invitar a amigas a tomar un café o a su cuarto, o salir con ellas a media tarde” (Ortiz Struck, 2012).
El cuarto de servicio –el cuarto del Otro aún más Otro– es específicamente para la mujer indígena y migrante. Hay aquí una cuestión de raza y de clase que permite pensar la arquitectura como herramienta de colonialidad doméstica y la casa como un territorio en el que se abren, a la vez, mundos paralelos no-complementarios que se oponen y excluyen. La única conciliación posible está en admitir que estas mujeres habitan la paradoja entre el lugar y el no-lugar: “Se le llega a considerar como parte de la familia, aunque manteniendo distancias […] se le quiere bien y se le violenta; vive entre el amor y el maltrato. La rodean lujos ajenos cuando en realidad no tiene nada para sí misma. O muy poco” (Sánchez Ambriz y Toledo, 2012).
Bibliografía
1. Ortiz Struck, A. (1 de abril de 2012). Desde la arquitectura, la discriminación. Revista Nexos.
2. Sánchez Ambriz, M.C; Toledo, A. (1 de abril de 2012). Cuartos de servicio. Revista Nexos.