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Fatima Lomelin Carrillo
Síntesis: Entender la ciudad no es algo arbitrario. Implica relaciones de poder, jerarquías, disputas y luchas sociales. Y entender el acto de vestir(se) pasa por entender esta ontología política que subyace a la ciudad y, al mismo tiempo, entender los mapas como estrategia de sobrevivencia.
El hombre construyó la ciudad como morada para su propia humanidad y abrió un espacio físico del cuidado para protegerse de desaparecer en el devenir natural de las cosas. Admite que todo cuanto existe y pertenece al mundo se inscribe en este lugar.
El vestir es, por otro lado, producción estética, donde esta producción no asoma el peligro de artificialidad u objetividad, sino un cambio elaborado de apariencia que permite un lugar de encuentro y construcción de identidad. Se habla, entonces, de vestirse a uno mismo, no de vestir al otro.
La pregunta ¿qué significa vestirse para la ciudad? se vive desde el rito estético personal experimentado antes de salir, hasta el reconocimiento de que vestirse de tal forma marca la diferencia entre un espacio público y privado (la producción estética tiene, para nosotras, límites territoriales). A esta interrogante subyace la relación personal –y a veces colectiva– entre el cuerpo, la estética y la ciudad; una pregunta que deja al descubierto la relación de opresión que las mujeres viven de distinta forma. En una ciudad que nos arroja obstáculos para mantenernos en el espacio privado, ¿me puedo vestir para mí y para el espacio público al mismo tiempo?
Sabemos para quién está hecha la ciudad cuando se pregunta quién puede caminarla y se responde quién puede hacer de sí un flâneur: el hombre que recorre las calles por el simple placer de caminar, de trazar mapas, de relacionarse con el espacio urbano, no desde las leyes o las políticas públicas, sino desde un gusto existencial; por el simple deleite sensible que produce saber que la calle te pertenece, que perteneces a la calle y, por tanto, que estás en todo el derecho de trazar en ella tu vida personal. Pero la cuestión es que definitivamente esa figura literaria-existencial-política es precisamente eso: un hombre. Más exactamente, un hombre blanco. Para el resto, caminar por la ciudad es subversivo, es oponernos al gran relato que nos esconde. El resto somos lxs de los microrrelatos que, por su tamaño, no se extienden a la calle, porque la calle no es nuestra.
Es un hecho que una mujer no puede evitar encontrarse con hombres en las calles, pero sí puede evitar hallarse en lugares oscuros, abandonados, lejanos. Su lógica de sobrevivencia es, entonces, geográfica: se deben trazar mapas, no-topológicos, sino mentales, sobre qué calle, qué parada y qué espacio evitar o usar de refugio. Es así como una mujer sobrevive en la calle a partir de cartografías del miedo.
El acto no-topológico de mapear ocurre desde espacios y acontecimientos grabados en la memoria. El mapear para poder caminar y el caminar para poder mapear son experiencias incorporadas inherentemente a nosotrxs, en tanto siempre nos estamos ubicando dentro del mundo, física, psicológica y socialmente. Mapear es movernos por una extensión, de un límite a otro, tomando decisiones y direcciones.
Articulando todo lo anterior de forma concisa, comprender el acto de vestir(se) pasa por entender la ontología política que subyace a un mapa, a la ciudad, al espacio del que disponemos y al que se puede o no disputar. Vestirse es negociarlo y entenderlo no a partir de calles o edificios, sino de puntos de fuga donde el miedo se queda grabado en el cuerpo.
Trazar una ruta a partir de estos puntos de fuga (puntos que se escapan de la historia oficial) es trazar una cartografía del miedo y la memoria, en tanto que los vértices a seguir son signos de lo ausente, de lo desaparecido, del cuerpo que se piensa desecho. Mapear estas rutas personales o colectivas es situarse en distintos microrrelatos no hegemónicos que luchan por ser escuchados.
Marcar territorios y entender la ciudad de cierta forma –con algunos límites, calles, asentamientos y espacios– implica jerarquías sociales y relaciones de poder. A ello le sigue cuestionar cómo ver la Ciudad de México: ¿Por qué la entendemos como lo hacemos y no de otra forma? ¿Qué sucede si partimos de la necesidad de trazarla, entenderla, dibujarla y compartirla a partir de extensas huellas de despojo y lucha? No recomponer un pasado lejano o un futuro incierto, sino un presente colectivo y hundido. Hacer del relato desaparecido no un nuevo oficial, sino un nuevo legítimo: “erigir topográficamente la ciudad diez y cien veces a partir de sus pasajes y puertas, de sus cementerios y burdeles, de sus estaciones […] Y las secretas y profundamente escondidas figuras de la ciudad: asesinatos y rebeliones, las zonas sangrientas del callejero, los nidos de amor y los incendios” (Benjamin, 1982, p. 110).
Bibliografía
1. Benjamin, W. (1982). El libro de los pasajes. Akal.
2. Kern, L. (2020). Feminist City. Claiming space in a Man-made World. Verso.