- Diego Calderón
- Sebastián Gallegos
Hoy en día es posible señalar de manera contundente que no hemos abandonado la caverna de la cual Platón nos advirtió hace tanto tiempo; al contrario, el hombre del siglo XXI le puso televisión, sofá, futbol de mesa, varios pósters de su equipo favorito y le llamó mancave. Por la alta popularidad de la cual ha gozado esta sofisticación de diseño de interiores, nos vemos incapaces de voltear la mirada y hacer caso omiso de la situación. Lo que se nos aparece ante los ojos es evidente: el hombre se identifica con el cavernícola, lo idolatra y, secretamente, busca ser él. Sin embargo, evidentemente ya no radicamos en esos tiempos, por lo que vale la pena poner en juicio la legitimidad que tal arquetipo presenta al día de hoy. ¿Deberíamos seguir definiendo la masculinidad mediante la prehistoria? ¿El cavernícola debería seguir siendo el ideal del varón promedio?
Antes de emitir juicios de valor, es preciso hacer explícito lo dicho anteriormente, pues es posible que haya personas que no se convencen fácilmente de que el hombre busca ser un cavernícola. Si bien las universalizaciones no son posibles en el ámbito sociológico debido a la contingencia innata que tienen, para facilitar nuestra reflexión nos encontramos en un punto donde hemos de pensar en generalidades: aquello que a primera vista se nos presenta como promedio. La figura histórica del hombre de las cavernas desata lo que Paul B. Preciado (2020) llama códigos de programación del género masculino. Estos códigos biomoleculares y semióticos producen una ecología política en dónde se desarrolla tanto la “masculinidad”, como la “feminidad”. De esta forma se nos introduce el proto-hombre, sujeto tal que engloba las características comunes de la masculinidad hegemónica. Tenemos conciencia del jock, del fifas, del fuckboy, del torero, el hustler, el “eres arte preciosa”, el del pito mas grande, el que le teme al poder de la diversidad, etc. ¿Qué elementos en común comparten? Pues bien, un afán por el ejercicio del poder físico, una falta de restricción hacia los propios impulsos y una tendencia por preferir los músculos en vez de las neuronas. Dichos elementos son los que caracterizan a la base de las ulteriores expresiones de la masculinidad y curiosamente, empatan mucho con la imagen que se tiene del cavernícola. ¿Qué es si no la descripción anterior? Se ha llegado a argumentar que esa es la esencia del hombre: el supuesto comportamiento primitivo es la verdadera naturaleza del humano masculino, todo lo demás es engaño de la civilización. Es cierto que lo “normal” puede parecer “natural”, pero si algo hemos aprendido de la historia es que toda afirmación que utilice a la naturaleza como fundamento debe de ser puesta en tela de juicio. Así, ¿verdaderamente qué sabemos del hombre primitivo?
En primer lugar, nos vemos en la necesidad de hacer una defensa al hombre de la prehistoria. Si se toma a la historia como una ciencia exacta que postula verdades universales, parecería sencillo objetar que estamos cayendo en un fuerte anacronismo al postular la necesidad del hombre por replicar conductas cavernícolas. No obstante, es importante reconocer que el hombre de las cavernas —o lo que creemos que fue —, por sí mismo, dependía de comportamientos de esa índole; en cambio, a pesar de que hoy en día las personas contamos con un marco epistemológico de relaciones entre subjetividades donde hay un espacio para el cuestionamiento y el replanteamiento de lo “masculino”, el hombre continúa alimentando su yo cavernario. Es decir, el cavernícola como ente histórico no es el problema, el verdadero problema es la decisión racional que el hombre del siglo XXI toma al encarnar la figura del musculoso troglodita. El querer replicar la imágen primitiva del hombre es del todo contradictorio y contraproducente en la actualidad. No solo resulta irracional glorificar la violencia cuando la caza es del todo innecesaria, pues los cadáveres se obtienen en el supermercado, sino que además resulta del todo nocivo si se toma en consideración el punto crítico en el que nos hallamos. La industria cárnica es responsable del 14.5% de las emisiones de gases invernadero (Ferreirim, 2016); en vez de seguir promoviendo una atmósfera en donde prolifera la sangre, en aras de querer preservarnos a nosotros mismos —cómo bien lo hubiera deseado un hombre prehistórico—, resulta indispensable abandonar su influencia. Y es que, sucede que la masculinidad llega a un nivel de destrucción tan preocupante que, paradójicamente, con el mero propósito de mantener la soberanía del falo erecto, el cuerpo del hombre ya no solo es producto de un régimen destructivo, sino que se convierte en productor del mismo.
Sin embargo, la defensa anterior se mantiene en tanto que consideramos la narrativa del hombre cavernícola como un hecho y no una ficción; en el caso contrario, parece que ni siquiera tenemos que apelar a ella. Una explicación resulta pertinente. Haciendo la investigación para el presente artículo, nos encontramos con una noticia sumamente banal y denigrante titulada “¿El primer homosexual de la historia?” La nota pertenece a la prestigiosa cadena estadounidense ABC y fue publicada en el 2011. En dicho artículo se explica que en la prehistoria los entierros distinguían a los hombres de las mujeres; a las mujeres se les enterraba sobre el lado izquierdo de su cuerpo con la cabeza apuntando hacia el este siempre acompañadas de artefactos “femeninos”: joyería y utensilios de cocina. Por el contrario, los hombres eran enterrados del lado derecho de su cuerpo con la cabeza viendo hacia el oeste, acompañados de utensilios “masculinos”, como armas de guerra, alimentos abundantes o abrigos de piel. Detengámonos un momento y hagamos uso del espíritu escéptico. ¿En qué momento se sigue que por ser enterrado con elementos femeninos uno es homosexual? ¿Acaso eso no suena como un prejuicio de nuestros tiempos? Por otra parte, ¿cómo sabemos que la heteronormatividad estaba tan rígidamente impuesta en la prehistoria? Nuevamente, ¿acaso no parece más bien que el presente se está proyectando en el pasado?
Es posible generar más preguntas al respecto y deshacer la supuesta veracidad que el artículo pretende poseer; no obstante, parece ser suficiente exponer las previas cuestiones para dar a entender que la presunta objetividad de la historia no es objetiva en lo absoluto. En efecto, en tanto que hablamos de historia estamos hablando de narrativas y no de fríos datos que pretenden establecer leyes universales. Con lo anterior en mente, resulta que el deseo masculino por pertenecer al paleolítico no encuentra su fundamento en una naturaleza innata, sino en una ficción que se cuenta a fin de satisfacer la angustia que le genera el no conocerse.
Esto, en definitiva, nos brinda un poco de esperanza, pues el proto-hombre no es un fenómeno irrevocable. No estamos condenados a sufrir los abusos que demandan los desenfrenos del éxtasis que produce el poder físico; los hombres no tienen tatuado en el código genético una maldición que evita la reflexión de sus actos. Tenemos la oportunidad de cambiar la historia, literalmente, por medio de la observación del pasado con ojos nuevos. Podemos generar ficciones que inculquen en el género masculino el afán por reconocer a las demás subjetividades y sanar nuestra relación con la animalidad y el entorno natural. De esta manera es posible pensar en un día en que no estemos encadenados a ver las sombras que emanan desde la televisión del mancave y en vez, contemplar el arcoiris que irradia el cielo exterior.
Referencias:
- Ferreirim, L. (2016, Junio 21). ¿Cómo afecta el consumo de carne al cambio climático? Greenpeace. Recuperado el 11 de Octubre 11 de 2021, en https://es.greenpeace.org/es/noticias/como-afecta-el-consumo-de-carne-al-cambio-climatico/
- Preciado, Paul B. (2020). Testo Yonqui; sexo, drogas y biopolítica. Editorial Anagrama. (18 de abril de 2011). ¿El primer homosexual de la historia? ABC. Recuperado él 11 de octubre de 2020 en https://www.abc.es/tecnologia/abci-primer-homosexual-201104120000_noticia.html#ancla_comentarios