- Regina Laura Ruiz Figueroa
En México, especialmente fuera de las grandes urbes, frecuentemente se escucha hablar a la gente sobre las “quedadas” o “solteronas”; mujeres que, en la percepción social, no lograron concretar un compromiso romántico y que son vistas como rezagos sociales. Junto a ellas, también se escucha acerca de las “malqueridas”, refiriéndose a las mujeres que han sido abandonadas por su pareja. Estas etiquetas, que frecuentemente están presentes en nuestro inconsciente colectivo —debido a incontables relatos, películas, canciones y mitos—, condenan a la mujer a tener que luchar a garra y diente por tener una relación para no ser un deshecho social e, incluso, la condenan a asumir los abusos y problemas de la relación con sumisión, para no ser vista como una villana.
En primera instancia, en México, es común victimizar a las mujeres a través del concepto del Marianismo, que no es sino una serie de normas y valores de origen latinoamericano, que considera que las mujeres, como personas “equiparables” a la Virgen María, deben ser pacientes, sexualmente puras, tolerantes ante las dificultades, sumisas ante los otros y madres que lo sacrifican todo por los hijos y la pareja. Aunque, en México, frecuentemente los hombres abandonan los hogares y dejan a las mujeres cuidar a los hijos, el enfoque social de este evento es exclusivamente sobre la mujer, sobre cómo es “pobrecita”; pues se espera que ella asuma los problemas y cargue con sus pesares con “buena cara”, pues, si no, habrá un castigo social.
Así pues, centrarse plenamente en la victimización de estas mujeres desvía la atención de la problemática principal, que es el frecuente abandono por parte del esposo, y las reduce a una definición limitante que termina por ser ahogante. Con todo esto, la sociedad convierte a las mujeres en mártires y reduce su expresión humana a su expectativa sobre ellas, inspirada totalmente por el Marianismo. Aparte de las dificultades de su situación, se les suma una condena en la que, de no cumplir con la etiqueta de sumisión, terminan por ser vistas y descartadas como villanas. Mostrar enojo, tener otras parejas o resentir la situación son todas causas para considerarlas “malas mujeres”. Quienes que se oponen a ser símbolos virtuosos del abandono, fácilmente, pasan a ser “difíciles”, “indeseables” y parejas que “no supieron mantener al esposo”. La mujer que decidió separarse o que decidió mostrar enojo termina siendo estigmatizada y aislada socialmente, pues no es pura y, seguramente, “ella se lo buscó”.
Este fenómeno se replica incluso a nivel “micro”, es decir, en las relaciones cotidianas, y en todos los sectores de la población. No es ajeno ni desconocido que una mujer que termina una relación a veces sea vista con incomodidad por parte de los demás, con una extrañeza o incertidumbre sobre cómo abordarla o considerarla, ahora que está soltera. Quizás, sin pensarlo, se emiten juicios y se evalúa su éxito o fracaso. Sin duda, aún se le da demasiado peso al estatus relacional de una persona para precisar su valor y la forma en la que debe ser tratada; y, una vez que dicho estatus se introduce a la conversación, cambia toda la perspectiva que tenemos sobre la persona, debido a las etiquetas sociales que hemos internalizado.
Esta situación termina por ser una espada de doble filo, en la cual, cualquier mujer que termine una relación debe elegir cuál será su condena social: sufrir en silencio o ser recriminada y expulsada. No es de sorprender, entonces, que muchas mujeres permanezcan en relaciones insatisfactorias o tóxicas aunque no lo deseen, o que, constantemente, estén buscándolas; pues su valor social depende de estar y seguir con alguien, aunque no sean felices. Recordar a la “quedada” y a la “malquerida” es una llamada a apoyar y reconocer el valor que tienen las mujeres cuando salen de cualquier relación o, simplemente, deciden no entrar a ninguna. Estos conceptos no están alejados de nosotrxs y existen en todo nuestro aprendizaje social. Detenernos para hacer consciente la forma en que estamos observando a lxs demás, permite que dejemos de atribuir, aunque sea parte de su valor, a una percepción de éxito/fracaso, ligada a su comportamiento o desempeño alrededor de las relaciones. Abramos los espacios para que todxs puedan expresar toda la dimensión de su persona y sus relaciones, sin enjuiciar los hechos.