- Dayma Crespo Zaporta
¿Puede confundirse el acto de hacer el amor con una violación? ¿Las relaciones de poder hombre-mujer y jefe-empleada dejan claras el rol de cada quién? ¿Llevar estos actos ante la ley garantiza el cumplimiento de la justicia? ¿Llamarlo “violación” le da una carga de verdad a la falta de consentimiento? Todas estas interrogantes, y muchas más, nos deja sobre la mesa la nueva miniserie británica de Netflix, titulada Anatomy of a Scandal. Bajo la dirección de David E. Kelley y Melissa James Gibson, está basada en la novela homónima de la escritora inglesa Sarah Vaughan (2018).
Sabemos de la oscuridad que bordea la política, la habilidad de mentir como un “mal necesario” para moverse en esas aguas, pero ¿da eso derecho a salir ileso de situaciones donde la mente y el cuerpo de alguien más han sido vulnerados? Este producto audiovisual, en tan solo seis episodios de alrededor de media hora, nos deja escudriñar en los matices grises de la ley, la política, las relaciones interpersonales, el conservadurismo, la tradición, la ética y la responsabilidad social.
Virginie Despentes (2012), en su sugerente libro Teoría King Kong, nos habla de la recurrente incapacidad masculina para autoidentificarse como “violadores”, espacios de ambigüedad donde parecen leer señales de la parte femenina (vestuario “provocativo”, acceder a estar a solas, corresponder un beso, etcétera) y adquirir con ello una suerte de licencia para continuar a la penetración. A veces no es necesario golpear, amenazar, amordazar, que sea tumultuario el acto de violencia sexual, provocar llanto y suicidio en la víctima, “en la mayoría de los casos, el violador se acomoda con su conciencia, no hubo violación, sólo fue una trola* que no se asume y que bastó con saber convencer” (Despentes, 2012, p. 21). Ese acomodo con la conciencia difícilmente borra el hecho de que haya sido violación, de ahí que en la actualidad podamos reconocer ese delito incluso al interior de matrimonios, pues la barrera entre el SÍ y el NO es muy delgada y borrosa, tras una historia de silencio, de asumir que es un deber corresponder, que no se debe provocar si no llegaremos hasta las últimas consecuencias, etcétera.
*Trola se refiere a mentira, ya que la cita viene de una traducción española.
Si bien, en términos de poética audiovisual, guión o narrativa, la serie no es nada nuevo, nos permite poner en tensión una serie de elementos para saber que no siempre hay respuestas correctas frente a ciertos aspectos. Que el trauma habita en nosotres, y ante un evento del presente, puede detonarse como una bomba y poner en tela de juicio nuestra ética, límites, acciones y hasta nuestra humanidad. “Acontecimientos posteriores que guarden relación con el trauma originario pueden desencadenar reacciones más allá de lo que dichos acontecimientos posteriores justificarían. Es el efecto de la demora. Así, el nuevo suceso, normalmente dominado, se ve sobrecargado por las repercusiones liberadas de una herida traumática que hasta entonces ha pasado desapercibida” (Pollock, 2008, p. 47).
¿Se puede entonces juzgar a una víctima-abogada que quiera hundir en prisión a su violador? ¿A una esposa y madre “de familia” – cualquier cosa que signifique eso – que elige creer y confiar en que su esposo es un “buen hombre” pese al engaño de la infidelidad, a la ambición de triunfo que lo domina, a la habilidad cínica para mentir? ¿Al amigo y político que elige apoyarlo hasta que su propia posición dentro del status quo peligra? ¿Incluso a la abogada de la defensa, quien consciente de los privilegios de sus defendidos elige seguirles evitando la prisión? Hay un factor que transversaliza las posturas y roles de todos estos personajes, y es su condición humana, donde lo correcto y lo abominable se entremezclan en una danza de pequeños detalles y complejidades éticas y emocionales. Es un momento en que lo real deviene jurídico (procesal) mediante una metamorfosis; lo jurídico adquiere una autonomía en la cual se separa del conflicto que lo originó en un primer momento, volviendo a la persona “sujeto” del hecho real un “objeto” del procedimiento judicial (Sarrabayrouse, 2005). De ahí que la “víctima” sea llamada “testigo”, el “violador” sea el “acusado”, y los demás actores sean “observadores”, siguiendo la lógica de Sarrabayrouse.
Igualmente, queda en entredicho la postura ética de esos funcionarios públicos, de la ley, de la familia como “institución tradicional y conservadora”, etcétera, que sabiendo las violaciones de derechos cometidas tienen el “deber” de defender a estas figuras culpables por sus privilegios como clase social. Dígase la abogada de la defensa, el propio juzgado que determinó que era inocente, el Primer Ministro que hizo ojos ciegos mientras pudo a la acusación, y la propia esposa que acabó siendo cómplice de las acciones del violador. Llama la atención entonces quiénes son sujetos de derecho y quiénes no, la desigualdad de la aplicación de la ley, basado en elementos de alta subjetividad. El político apuesto de renombre y buena familia sale ileso frente a la joven e inteligente joven que “se enamoró” de la persona equivocada, y perdió de vista cuál era su lugar en esa ecuación, con todas las cartas para perder.
Es un material que nos convida a repensarnos nuestra condición de género, a hacer una retrospectiva a nuestras experiencias sexuales para cuestionar cuántas veces un NO ha sido leído como un SÍ que solo llevaba un poco de convencimiento. Es una oportunidad para que aquellos que han violentado, incluso inconscientemente, vean en perspectiva los límites entre el ligar, la pasión y la toma por la fuerza física de alguien que no lo desea en ese momento.
La fortaleza simbolizada en la figura de Kate Woodcroft, como contraparte de la vulnerabilidad de Holly Berry, evita una revictimización de la figura de la persona violada, muestra la otra parte de la moneda, donde se tiene agencia y se elige defender la justicia tras ser objeto de abuso y vulneración de la humanidad en el pasado. Aun cuando pone su ética como funcionaria pública en una balanza, representa la necesidad de ponernos en los zapatos de los que no ostentan el poder en estas dinámicas de violencia, donde elegir creerle a quien denuncia y darle la oportunidad de alzar su voz es un derecho ciudadano más que legítimo. Olivia Lytton perdió la causa, pero al menos dio la oportunidad de que Woodcroft hiciera las paces con su pasado, y aunque estos eventos nunca se dejen del todo atrás, pueda lidiar de manera más armónica con su presente y avanzar. El desenlace de la serie, protagonizado por la esposa, abre una pequeña ventana de esperanza, lástima que eso a veces solo tenga razón de ser en la ficción…