- Cecilia Mulás Rodríguez
- Diego Calderón
No hay más razón para negarlo: somos un libro en blanco, lanzado al fuego de historias para ser quemados en ficciones que eventualmente nos definirán. En nuestra garganta tenemos la marca épica de la libertad de expresión; en los pulmones derrochamos el humo de la supuesta tragedia de la muerte y en el diafragma, ahí en donde se origina la risa, encontramos quieta y silenciosa a la pequeña vela que es la narrativa de la felicidad. Más advertidos sean, pues su tamaño no es en absoluto índice alguno de inocencia o docilidad; todo lo contrario, pues, ¿cuántas inmensas promesas no se han pronunciado en su nombre? ¿Cuántas vidas no están en deuda con su memoria? Y más importante aún, ¿cuántas vidas no se han perdido en su búsqueda? Ningún ideal está exento de sangre y la felicidad no es excepción. Mucho tiempo ha rondado impune, pero hoy pregonamos su tribunal.
Nuestro caso no va dirigido en lo absoluto a una idea universal e inmutable de la felicidad, ya que tal cosa no existe. Como toda narrativa, o bien, construcción, está ligada a los vaivenes del tiempo. Muestra de esto es la concepción de eudaimonía que mantenía Aristóteles, familiar sin duda de nuestro concepto de felicidad pero irguiendo orgullosamente su autonomía. Con el propósito de resaltar la contingencia de la felicidad, notemos que Aristóteles ponía a la felicidad como una virtud política que se tenía que conseguir para la ciudad y sus ciudadanos (Aristóteles, 2011, p.130-133). Hoy en día la felicidad se basa en los valores individuales y poca relación que quiere mantener con las nociones comunitarias. Estas dos narrativas de felicidad se nos aparecen, entonces, como entes diferentes; no obstante a esto, habremos de preguntar: ¿cómo se dió este cambio de narrativa?
Para la pregunta anterior basta tan solo con señalar que el cielo azul que cubría el ágora no es el mismo cielo gris que cubre nuestros edificios; no es la misma la sociedad en la que respiro Aristóteles, a la sociedad en la que nos asfixiamos nosotros. Así, para comprender nuestra felicidad, es preciso observar detalladamente el ambiente social en el que radicamos. Indudablemente, nuestro entorno cada vez más se ve moldeado y determinado por el poder y la presencia de las redes sociales, pues estas mismas se han vuelto el marco con el cual definimos lo que es la felicidad por medio de los comportamientos que presentan los usuarios.
Con esto en mente, hagamos un experimento: piensa en la persona que sigas que tenga más likes en Instagram. ¿Cómo se presenta? ¿Qué discurso da a entender? Lo más probable es que, en primera instancia, se muestre como un sujeto disciplinado, con la vida en orden y con un almacén de técnicas para regular sus emociones -self care-. En segunda instancia es posible que se presente como un sujeto excepcional, original y único. Finalmente, es posible que dicha persona de a entender, sea por discursos o mera performatividad visual, que están en una búsqueda perpetua de metas por alcanzar. En el caso de que si hayas podido reconocer tales elementos en la persona de tu elección, vale la pena preguntar, ¿de dónde nacen estos factores? Y, ¿qué significan?
Siguiendo el pensamiento de Eva Illouz, entendemos que hoy en día, la narrativa de la felicidad no se refiere a ella como a una emoción, sino más bien como una actitud, o una personalidad que “[…] se caracteriza por una forma concreta de sentir, pensar y actuar y que se articula sobre tres categorías psicológicas principales: la autogestión emocional, la autenticidad personal y el constante crecimiento o florecimiento individual” (Cabanas & Illouz, 2018, p.123). Básicamente nuestros sujetos elegidos de Instagram parecen no ser más que el reflejo exacto de la narrativa normativa. Y en tanto que siguen al pie de la letra a la normatividad, si observamos detalladamente dichos pilares de la felicidad, nos encontramos con que cada uno corresponde a una interiorización de elementos en los que se funda el sistema: la autogestión emocional se reduce a la creación de un policía personal; la autenticidad corresponde al ideal de propiedad privada -ya que ambos se mantienen en la idea de lo completamente propio- y, finalmente, el florecimiento personal no es otra cosa, más que la idea de progreso con la que se nutre diariamente el capitalismo. En nuestra idea de felicidad, reproducimos las estructuras que nos han llevado al cambio climático y a tantas desigualdades y opresiones.
Una mirada enfocada al sujeto también nos demuestra que esta manera de divisar la felicidad conlleva sufrimiento para este mismo. La autogestión de emociones establece una suma vigilancia de la persona hacia sí misma, causando un pensamiento presumiblemente paranoico que puede desembocar en culpa y ansiedad. Asimismo, por medio de mera lógica binaria, el no poder llevar a cabo tal regulación emocional implicaría que el sujeto es irresponsable, indisciplinado, descuidado e infeliz (Cabanas & Illouz, p.133). La necesidad de ser auténtico conlleva, manifiestamente, una precisión exagerada de distinguirse de los demás, pudiendo llevar a problemas de soledad, falta de empatía o desprecio propio. Por último, “Florecer es un proceso continuo e infinito, un horizonte de realización personal, no un estado final y acabado” (Cabanas & Illouz, 2018, p.143). Esto significa que siempre va a haber algo malo con las personas; un vacío y un pecado que siempre se asomaran en la percepción que se tienen de ellos mismos. En pocas palabras, para que exista esta narrativa de felicidad, necesariamente se deben hacer sujetos eternamente miserables.
A lo anterior se requiere sumar el factor que producen las redes sociales, puesto que estas idealizan y por lo tanto, amplifican la narrativa de felicidad, causando un mayor sufrimiento. Esto se ve claramente en los porcentajes de la tasa de ansiedad y depresión que coinciden con el comienzo del uso temprano de redes sociales -Instagram ,Facebook, Twitter, Tiktok-. Así, observamos un crecimiento exponencial desde el 2011-2020 con un crecimiento del 62% para las personas de 15-19 años y de un 189% para los preadolescentes de 10-14 años; lo mismo sucede con la tasa de suicidios con un crecimiento del 70% para las personas de 15-19%, y de 151% para los de 10-14 años. Ahora bien, es necesario recordar que la correlación no implica causalidad, por lo que nos resulta prudente que se lleven a cabo más estudios para corroborar las posturas presentadas. (Orlowski, 2020)
Con todo lo expuesto y bajo la óptica de lo que consideramos que es un juicio sobrio y justo, en este tribunal habremos de declarar a esta narrativa de felicidad como culpable de perpetrar violencia personal y sistémica. Que esta sentencia sirva de invitación para que toda persona reformule y cuestione todas las historias que respira; y para dichas narrativas, que esta sentencia sirva como advertencia, pues nunca más saldrán airosas sin examen previo.
Bibliografía
1. Aristóteles (2011). Ética a Nicómaco, Libros I y II. Madrid: Gredos.
2. Cabanas, E., & Illouz, E. (2018). Happycracia. Paidós.
3. Orlowski, J .(2020). El dilema de las redes sociales. Netflix
4. Beck, C. (2016, 13 julio). Can This App Make Me Happier? [GIF]. https://www.google.com/search?q=critique+happiness+art&client=ms-android-americamovil-mx-revc&prmd=ivnx&sxsrf=AOaemvKWaFFqNsQxM8oIVIcEE7gzeh2_xQ:1630857703831&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=2ahUKEwiQlfawmujyAhXKbc0KHflPCoEQ_AUoAXoECAIQAQ&biw=360&bih=627&dpr=3#imgrc=fTOe28ywYadP_M